Desde el ático

Inspirado en hechos reales ocurridos en Alemania en 1922.
La señora Luisa Roberts llegó alrededor de las ocho de la mañana. Dejó sus maletas en la entrada y el señor Julien la llevó a dar un paseo introductorio por la casa. Pasaron por la sala de estar, la cocina, las habitaciones del segundo piso y al ático, en el tercero. Contentos, como quien conoce a alguien de buenas vibras, siguieron el pasillo que los llevó al jardín.
El hombre platicó con entusiasmo donde se ubicaba cada espacio. Le entregó un juego de llaves y pasearon hasta los establos y el granero. Tardaron tres días en encontrar a otra ama de llaves. Petra, la anterior, había abandonado la casa dejando una nota incrédula. Nadie más que María y Julien sabían lo que decía.
Muy temprano, en su primer día de labores, Luisa despertó a las cinco de la mañana. Se calzó unas medias, unas botas, un pantalón y un blusón que le cubría casi hasta las rodillas. Bajó las escaleras y se inclinó frente a la capilla donde estaba un santo que no reconoció. Aun así, le encendió unas velas y cambió el agua de los floreros. La cabeza inclinada y la mirada apagada de la estatuilla no le hicieron venerarla. Salió al granero, llenó la carretilla de pastizales y limpió el rastrojo que había quedado. Tuvo suerte aquel primer día, las piernas no se le hincharon.
La primera semana pasó bien. Una de esas mañanas de agosto, donde el hedor de humedad de la lluvia nocturna despertó de golpe a la ama, la hizo alistarse antes de la hora acostumbrada. Volvió a inclinarse frente a la capilla, no sin fijar la mirada en la base de la estatuilla. Esta, se veía más vacía, ya no tenía las tantas monedas que se acumulaban en los pies del santo. Colocó otro florero y así las violetas disimularan la escasez de monedas. Se limpió las lágrimas de los ojos, no sabía qué hacer, quizá estaría en sus últimos días de trabajo, sin saber el paradero de las monedas.
Puso la olla sobre la lumbre, daban las cinco y cuarto. Se sentó en la silla y al transcurso de unos minutos, escuchó unos pasos que, sin duda, provenían del ático. Subió al segundo piso, se deslizó con lentitud para que el ruido de sus botas no se escuchara. La habitación de la pareja aún estaba oscura, la de los niños también. Se quedó quieta; unas voces proveían del ático. Bajó de nuevo y encendió las lámparas de la sala de estar y de los pasillos, en la cocina, el ruido del agua hirviendo la llevó a olvidar el incidente y centrarse en cocinar.
Ese día, Julien salió al huerto, le extrañó ver varias huellas sobre el fango en dirección a su casa, más no de regreso. Se habían quedado marcadas en el lodo, y por el otro sendero, estaban muy visibles las marcas de las botas de Luisa. Pasaron los días, las huellas aparecían con más frecuencia. El hombre se quedó de guardia, dejó iluminada toda la casa por varios días. Lo único que sucedió fue que las huellas no aparecieron más.
Otra de esas mañanas frescas por la lluvia nocturna, y el golpeteo del viento en la ventana, Luisa se vistió y se dirigió al portallaves. Ese amanecer, las llaves que tenía asignadas, no estaban. Se dio de golpes en el pecho, nunca había perdido un objeto de valor. Rastreó sobre la cómoda y la mesita de noche, debajo de la cama—eran los únicos objetos con los que contaba—nada encontró. Bajó las escaleras, esa vez pasó delante del santo sin mirarlo siquiera. Apresurada, puso la olla en el fuego y revisó la alacena, los contenedores de granos, los fruteros, las llaves no estaban. Se asomó al pasillo, un viento helado le molestaba la nariz, la puerta pesada de madera estaba abierta.
Encendió los candelabros del jardín y miró en el fango incontables huellas que llevaban al granero. Las siguió sin antes tomar la guadaña del patio. Volteó hacia la casa; las luces de las habitaciones estaban apagadas.
Entro como una mañana cualquiera al granero sólo que con más valor de lo habitual. Se sobresaltó al ver la puerta entreabierta, sus pies, a cada paso, quebraban el rastrojo, que era el único sonido que rompía el silencio. Al octavo paso, un golpe seco se escuchó. El cuerpo de Luisa cayó sobre las pajas, mientras su cabeza se encharcaba en su propia sangre. Otros cuatro bultos estaban fríos, cubiertos de pajas. Unos pasos pesados resonaron en el granero. Las llaves bailotearon al cerrar la puerta; rodaron un par de monedas y quedaron ahogadas en el fango del sendero.
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