Cómo me gusta ver el cielo
Cómo me gusta ver el cielo.
Atónito por su grandeza,
perdido en su horizonte
recuerdo mi sitio en la tierra.
Recuerdo que existo.
Pero frustrado tras sentir una presencia
desvío la mirada y observo la ciudad:
la calle, el barrio hablador.
Lo hago como si no pensara nada;
como si no buscara ver más allá.
Pues sus decires me atormentan
y no quiero escuchar en los bares
que me toman por loco,
que me nombran desquiciado.
Sus pensares me roban el sueño
pero quizá sólo está en mi cabeza.
¿Quién soy yo para rondar entre
cabezas ajenas valorando mis pasos?
Materias más importantes conozco
como para malgastar su fuego en mí.
Acepto que también yo pierdo el tiempo
fantaseando con burlas y criticas
vencidas con excelsos argumentos.
Nombrándome el marqués de las discusiones
cuando soy el mendigo de sus opiniones.
¿Tanto me importa lo que digan
de mí, de mi vida, de mi obra?
¿Será que no quiero ver
el fruto de mis pasiones
pudriéndose en mis páginas
o en las manos de los demás?
Quiero que se lean mis poemas.
Que lloren como yo lloré
y sufran lo que yo he sufrido.
Que sientan lo que es estar
treinta segundos en mi mente:
quedarse hastiado de mis pensamientos
y burlarse de mis sueños.
Que conozcan de mi alabanza al pesimismo,
del sexo casual entre mi voluntad y la desgracia;
altaneras y hermosas.
Fue tan discreto,
qué salté de un edificio
con tal de verlas jugar
a través de la ventana.
Y valió la pena…
Mi voluntad masculina
sodomizaba a la desgracia
como si no hubiera elección.
Admito que reí cuando la vi llorar de placer.
Eran dosis de ironía diluyéndose en mis venas.
Incluso llegué a pensar que la ironía
estaba limitada a nuestra percepción
y que sería más irónico si ésta,
se expandiera a más dimensiones.
Quizá es por eso que disfruto ver al cielo,
pues busco el sarcasmo que hay más allá del horizonte
y demostrar que lo irónico existe en otros planetas:
que el burlón, el que murmura, el prejuicioso,
el doblecara, el engañoso y el malagradecido,
tal vez, no eran de este planeta.
